Leíamos
esta semana y por diversas circunstancias varios pasajes de la Santa Biblia en
los que, de manera sorprendente, nos encontrábamos con una misma expresión
repetitiva, unas palabras muy concretas que Dios dirigía a ciertos
personajes destacados de la Historia de la Salvación en diferentes momentos,
lugares y circunstancias, pero que eran siempre idénticas. Si tuviéramos que
citar un ejemplo concreto, podríamos mencionar textos que van desde el Génesis
hasta el Apocalipsis, y figuras como Abraham, Agar, Josué, el pueblo de Israel,
el profeta Daniel, el apóstol San Pedro o el apóstol San Juan, por no nombrar
sino a algunos de todos bien conocidos.
Las palabras en cuestión son solamente
dos, no sólo en nuestras versiones bíblicas en lengua castellana, sino en los
idiomas originales:
No
temas (Génesis 15, 1; 22, 17; Josué
1, 9; 2 Reyes 19, 6; Jeremías 46, 27; San Marcos 5, 36; San Lucas 8, 50;
Apocalipsis 1, 17; etc.)
Se trata
de una expresión que implica, por lo menos, dos ideas fundamentales:
La primera
de todas, que los creyentes no desconocemos el temor. Carece por
completo de sentido ese tono absurdamente triunfalista con que en
ocasiones algunos cristianos contemporáneos pretender blindarse ante
las realidades adversas de la existencia, sean de la índole que fueren, en la
idea de que si somos realmente hijos de Dios, estamos protegidos contra
cualquier contingencia. No es eso lo que hallamos en las Sagradas Escrituras.
La realidad de las historias transmitidas por la Biblia es la de unos seres humanos,
sin duda auténticos fieles, no fingidos, no hipócritas, que vivían inmersos en
un mundo demasiadas veces hostil y en unos sistemas socioculturales que no les
facilitaban precisamente la existencia de cada día. Nos topamos a cada
paso en el Antiguo y el Nuevo Testamento con personas que se veían constreñidas
a hacer frente a situaciones para ellos angustiosas, desde el patriarca
que carecía de hijos y no veía solución alguna para el futuro de su tribu,
hasta el pescador atemorizado ante fenómenos fuera de lo común cuyo
alcance no comprendía, pasando por el caudillo sobre cuyos hombros recaía
la responsabilidad de una guerra de conquista o la madre que se veía
impotente para auxiliar a su hijo a punto de morir. Aquellos hombres y mujeres
tenían miedo, experimentaban esa sensación de auténtico
pavor que se suscita ante lo desconocido o ante lo que, aun conociéndolo,
carecían de defensa o de medios para hacerle frente. El temor, que es una
reacción muy humana, no constituye un sentimiento ausente en los creyentes; al
contrario, se manifiesta entre nosotros con tanta mayor intensidad cuanto que,
en nuestra condición de hijos de Dios y conocedores (¡se supone!) de su
Palabra, somos conscientes de ciertas realidades de nuestro mundo que para
otros pueden pasar desapercibidas. De ahí que ningún cristiano deba sentirse
incómodo o avergonzado por el hecho de tener miedo o de manifestar
temor delante de acontecimientos o situaciones que pueda vivir, ya sean
generales o particulares. Ningún creyente debe ser estigmatizado ni señalado
como "falto de fe", "débil" o "cobarde" por verse
abrumado por sentimientos de angustia o de inseguridad que le generen horror o
espanto debido a condiciones que no sepa enfrentar. La crueldad que revisten
tales condenas es, cuando menos, inhumana.
La
segunda, que Dios no desea que sus hijos sufran la desazón que produce el
temor de manera que ello les impida realizar su propósito para sus vidas.
Mucho nos tememos que esas dos palabras divinas tantas veces
referidas en las Escrituras, no temas, no han sido
siempre debidamente comprendidas. Lejos de ser una orden taxativa,
una prohibición (¡en tanto que creyente no puedes tener miedo!), constituyen
una exhortación a la confianza; de hecho, en más de una ocasión aparecen
en el Sagrado Texto acompañadas de expresiones como yo estoy contigo o
similares. Ello implica que el Señor conoce bien nuestra naturaleza y sabe
cuáles son nuestros puntos débiles, por lo cual nos invita a hacer frente a
todo cuanto nos genera temor con una reflexión sobre la realidad de
su Presencia en nuestras vidas como plataforma de despegue de los medios
necesarios para combatir la adversidad. La exhortación divina no nos garantiza,
no obstante, una victoria siempre según nuestros patrones humanos; el
manifestar confianza ante un problema en la idea de que no estamos solos,
de que Dios está siempre a nuestro lado, no transformará
necesariamente esa contingencia en un éxito o aparecerá una solución
mágica. El deus ex machina del teatro antiguo o de algunas películas
fantásticas de nuestro tiempo no suele tener aplicación real en la vida de cada
día. El Señor exhorta a los creyentes a no temer, no porque todo haya de
tener un final feliz, como en los cuentos de hadas, sino porque él comparte
nuestra angustia, nuestro dolor y nuestro sufrimiento, sea cual fuere. La
desgraciadamente extendida "Teología de la prosperidad", que tanto
daño ha hecho y sigue haciendo en poblaciones enteras de ciertos
países, no es precisamente la mejor explicación del no temas
bíblico. Estas sencillas palabras que las Escrituras emplazan en boca
de Dios constituyen todo un llamado a una fe cristiana madura y bien cimentada.
No hemos de temer, nos dice el Señor, porque en realidad tenemos miedo,
porque nos encontramos inseguros, porque no sabemos cómo actuar. Los
desafíos, las adversidades, los peligros, generan temor. Es humano.
Pero nuestro Dios nos llama a hacer frente a todas esas
realidades con la confianza de que no les hacemos frente solos. Él está a
nuestro lado en todo momento.
Que el
Señor nos bendiga a todos en esta nueva semana.
Vuestros
amigos:
Rvdo.
Juan María Tellería Larrañaga
Rosa
María Gelabert i Santané
Juan María Tellería Gelabert
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